El grupo Águila tiene clase de fútbol los miércoles a las seis de la tarde. Son chicos de entre seis y nueve años. Y digo chicos refiriéndome al masculino porque durante todo este año no se anotó ninguna chica. Sí las hay en el grupo Hormigas que es de cuatro y cinco años, pero acá son todos varones y cada vez están jugando más fuerte.
El grupo a principio de año estaba compuesto por chicos que no tenían mucha experiencia en el fútbol ni jugándolo ni viéndolo. Por lo tanto, ignoraban todavía esa furia-pasión del profesionalismo, la concentración-enojo que toma a los jugadores durante noventa minutos y hace que puteen si la pelota se les va afuera o pega en el palo, que no sonrían mientras juegan, que miren mucho hacia el piso como si allí encontraran la respuesta de por qué se les fue por arriba del travesaño. La primera mitad del año el grupo Águila no preguntaba ni el resultado.
El primero fue Martín que, además, tiene nueve años así que es como el hermano mayor de todo el grupo que se perfila para una adolescencia de manual. Tiene el pelo negro, largo y ondulado que le cae sobre la cara en forma de flequillo que le tapa un ojo y una colita siempre de color atada por encima de la nuca. Igual que los jugadores cuando el árbitro los está advirtiendo por alguna jugada peligrosa, Martín se aleja caminando hacia atrás cuando la profe le está dando alguna indicación o advertencia. Lo hace con una soberbia todavía inocente mientras mantiene la mirada y asiente con la cabeza. Es ágil y habilidoso, le pega muy fuerte a la pelota y se entretiene floreándose con los compañeros, aunque no cruza palabra con ellos durante toda la clase. Como resulta esperable, le cuesta soltar la pelota:
—Martín —aconsejó la profe—podés hacer jugar a todo el equipo, tenés esa virtud, usala. Pasales la pelota cuando están libres, dales alguna indicación que te parezca necesaria. Hacelos partícipes de tu juego.
Pero nunca lo hace. Algunas veces, por lo que creímos ver en su mirada (esa que sostiene mientras camina para atrás), tuvimos la sensación de que aceptaría el consejo. Pero por ahora no pasó.
Bladimir fue el segundo. Tiene un año menos que Martín y su inocencia de niño parece estar más conservada. Juega muy bien y es muy tímido. Pasa la pelota, disfruta de los juegos y actividades previas al partido y tiene pequeños susurros de altanería. Facundo ya estaba desde el año anterior. Su signo giró completamente como si hubiera estado esperando con porfía esa compañía: implosionó sus actitudes todavía dulces y desinteresadas y de aquel polvo se constituyó un boceto de rebeldía sin causa muy bien logrado. Dejó de darnos abrazos cuando llega y se despide solamente si lo increpamos amistosamente. Impuso una distancia tan enorme y repentina con su profe que por momentos dan más ganas de abrazarlo para chichonear e intentar quebrar ese puente al menos por un rato. Ahora pregunta el resultado a cada rato como si controlara que el gol de su equipo no se escurriera en alguna estrategia docente. El resto, Milo, Nacho, Pablo, Remo, Adri, Bauti y Javo, que eran y son futbolísticamente absueltos de cualquier atisbo competitivo, se tornaron de pronto en pequeños hermanos menores empecinados en no decepcionar a los mayores. Sin embargo, todavía ríen cuando la pelota se les escapa y festejan los goles sin apretar los puños ni hinchar las venas de sus cuellos con un grito de desquite. Remo, además, baila mientras espera que su equipo defina la jugada en la otra punta de la cancha.
En consecuencia —y lógicamente— los partidos de la segunda mitad de la clase también torcieron su signo y ahora abundan las caras largas cuando reciben un gol, el grito sostenido del festejo y los gestos atentamente copiados de la tele o las plataformas de videojuego. Los más grandes incluso cuestionan las decisiones del profe-arbitro y demuestran su desacuerdo con un revoleo de brazo. Así y todo, el grupo está bastante lejos de ser estrictamente competitivo y creemos que se debe a los aportes actitudinales de la primera camada. Y tal vez los bailes de Remo.
El partido de hoy va 2-1, pierde el equipo de Martín quien encabeza todos los intentos de gol de su equipo. Quedan cinco minutos para que termine la clase y dos para el partido. La profe les dijo hace dos minutos “último minuto” y todos se esfuerzan más por defender cada pelota y en intentar que sus compañeros se la pasen. El frenesí aumenta y quieren aprovechar todos los segundos que forman ese minuto —que en realidad todavía no conciben— para empatar el partido. Nacho saca del medio tras el empate que generó el gol de Martín. El pase inicial es hacia Remo, pero la pelota sale con muy poca fuerza y Javo capitaliza el error en una zancada y perfila para arco rodeado de pedidos de pase que no escucha. La profe detiene el partido. Le indica a Nacho que repita el saque de mitad de cancha y que intente pegarle con más fuerza. Martín se queja de que iba a ser gol y que ganarían el partido, Facundo revolea los brazos y Javo no dice ni hace nada. Vuelve cada uno a su mitad y los hermanos mayores, repartidos en las dos mitades, adoptan la postura corporal que indica que están listos para ir por la pelota a toda velocidad. Nacho hace exactamente el mismo pase: también a Remo y también con fuerza insuficiente. Esta vez la roba Martín que anticipó el suceso y le pega al arco pero el tiro le sale débil y predecible. Manuel atrapa la pelota sin problemas y la profe detiene de nuevo el partido para que Nacho vuelva a ensayar el pase. Martín, a pesar de que su tiro fue a las manos del arquero, reclama con fervor la nueva detención del partido. Sacude los brazos y grita un ¡Dale, profe! Esto le vale la advertencia: Martín, calmate. Se acercan todos al centro de la cancha, la profe pone la pelota bajo sus pies y pregunta:
—¿Se acuerdan que habíamos hablado de medir la fuerza para hacer el pase? Si yo quiero pasarle la pelota a un compañero y le pego despacio la pelota no le va a llegar. Tampoco hay que patear fuertísimo porque sino ¿qué pasa? —esta última pregunta la hace mirando a todos.
—Se va afuera —responde tímidamente Nacho.
—Claro, Nachi. Entonces tenemos que buscar el punto justo de fuerza para que ni se vaya para afuera, o sea, tan fuerte que el compañero no la puede para, o no nos quede acá cerquita y la agarre el otro equipo ¿entendido?
—Sí, sí —responde Facundo.
Nacho se acerca a la pelota que la profe dejó sobre el punto blanco de la mitad de cancha. Otra vez los hermanos mayores inclinan su cuerpo sobre la pierna adelantada como si esperaran el disparo de largada. Nacho esta vez prueba cambiar de suerte pasándosela a Milo que espera con ansias. En ese segundo previo en el que Nacho revela su pase a Milo perfilando el cuerpo en su dirección, me pregunté qué pasaría si otra vez el pase sale con fuerza insuficiente o si, esta vez, presionado por las dos observaciones anteriores y las expectativas filosas de sus compañeros, Nacho le imprime fuerza de más y la pelota sale disparada en dirección del lateral ¿La profe sería capaz de detener de nuevo el juego? Los hermanos mayores parecen estar a punto de avanzar una yarda más hacia la adolescencia y hacia la revelación contra la autoridad. Me pregunté qué haría yo en su lugar y la primera respuesta que se me vino es que dejaría que el juego continúe y retomaría el tema en la ronda final donde hacemos algunas reflexiones del partido.
El pase de Nacho vuelve a naufragar en los primeros dos metros de pasto sintético. Sin imaginarse que la profe volvería a parar el partido, Martín, Facundo y Remo se lanzan a la pelota. En efecto, la profe vuelve a montar la voz en el aire: “Alto, alto”. Dale, Nachi, intentémoslo una vez más. Esta vez la voz de la profe es más fraternal que de costumbre. Creemos que Nacho necesita ese tipo de apoyos, aunque dudo si no lo estaremos exponiendo demasiado. Facundo estalla en un salto y a su vez revolea un puño al aire; Martín grita “¿Qué?” y extiende los brazos con las manos abiertas y las palmas apuntando al techo. Vuelve cada uno a su mitad de cancha con diversos gestos de desaprobación o de aburrimiento ¿Cuántas veces podrá la profe repetir el saque del medio? ¿Cuánto tardará el grupo Águila —o al menos sus figuras más rebeldes— en estallar de desobediencia y continuar el partido a pesar de la orden de la profe? ¿Qué haría ella si de pronto todo el grupo arrollara su autoridad? No parece preguntárselo y el grupo tampoco da señales de estar cerca de esa rebelión. Por el momento, a pesar de las quejas, los revoleos de brazos y los reproches le hacen caso y vuelven a sus posiciones.